Se fueron las lluvias en Juchitán, terminó la temporada de huracanes, ciclones y demás. Llegó el viento norte con su poderoso aliento a doblar el espinazo de los árboles, y en los brazos del aire viene el recordatorio anual: Se aproxima la visita de los fieles difuntos. Xandú’ (Todos los santos, todosantos), está a la vuelta de la esquina.
La memoria amiga nos trae en andas el aroma preciso del incienso, la vaharada que suelta el incensario de hojalata o barro, el inicio de los rezos. Los espíritus viejos y nuevos están ya en camino para entrar a las viejas y nuevas casas de Juchitán.
En el mercado se percibe el trajín que trae consigo el regreso de los parientes idos, comienzan a alinearse los candelabros o candeleros, como aquí se les llama. Las velas y veladoras inundan el centro de la ciudad; los panes de muerto exhiben su vestimenta de ocasión; pero por sobre todas las cosas brilla con su untuoso olor el cempasúchil, guie’ biguá, la flor de muerto como decíamos en tiempos de la infancia; y junto a él la púrpura presencia aterciopelada del crestagallo, que por toneladas ocupan el parque principal, el parque Juárez que le dicen.
Del Este y el Oeste, del Norte avión –como cantaba el maestro Carlos Pellicer-, vienen las flores y los perfumes vegetales; de San Blas Atempa traen los tallos de banano, de ahí mismo los racimos de coco; a lomo de camioneta viajan las veracruzanas limas y naranjas; de Zacatlán, seguramente, las manzanas; y de lo más profundo del pueblo juchiteco brota, una y otra vez, tercamente, brillantemente, la voluntad de afirmarse en sus raíces.
Por eso, Beta Chío, Tina Colasa y Goria Rezá, por poner unos ejemplos, comenzaban a ejecutar sus rituales de rezadoras desde el veintidós o veinticuatro de octubre, según fuera el caso, para concluirlos el treinta o el treintaiuno, allá por los años cuarenta. Como actualmente se sigue haciendo.
Si del norte de la ciudad o infante el difunto, el velorio para esperar el alma tenía lugar el día treinta; si del sur o mayor de edad, la fecha era treintaiuno. Como hasta ahora. Pero claro, para poder enterarse de los horarios, era necesario esperar a las mensajeras, ba´du´ lú guidxi. Así, Vitoria Chaparra y Lipa Ruxhe, con el rebozo a cuestas salían por estas calles de Dios a esparcir la noticia.
Mientras esto ocurría, Chabé Lon, Onofra y Yeya Teu, con el esfuerzo de sus ayudantas, le daban el punto exacto a la masa de los panes y de las tortas, para luego batir con ceremoniosa calma, con la pala de madera y la olla de barro, la generosa sustancia para hornear los marquesotes (terminada la labor, los nietos se afanaban para lamer concienzuda y regocijadamente la pala y los restos untados a la olla).
Entre tanto, los deudos se apuraban para contratar los servicios de las matronas cocineras. Entonces, Lipa Tinu, Nita Tolo y Yerma Orozco, desde sus respectivas butacas ordenaban a sus ayudantas los aliños del mole, las especias para la carne, las dimensiones para rasgar las hojas de plátano para el tamal. Entre sus dedos y la punta de la lengua se mecía la balanza precisa del sabor. Al final de la jornada se levantaban con una rotunda expresión: ¡uf! Qué cansado estuvo este día
Muchas vueltas han dado las hojas del calendario, mucho han crecido los dos panteones, pero la tradición sigue enhiesta. Se hacen las compras necesarias para el velorio, se pesan y se cuentan los materiales para que los altares luzcan y los espíritus hallen motivo de gozo a su regreso, para que con un temblor en la llama de la vela, con un ruido inesperado, con una fruta que cae, nos comuniquen su llegada y su agradecimiento por mantener viva la memoria.
Cuentan que hubo una vez un señor que no creía en el regreso de las almas de los fieles difuntos y se burlaba de los preparativos que los vecinos hacían en sus casas. Alguien le susurró, “una vez que el espíritu entra a su antiguo hogar se solaza con la vista del altar y absorbe con delicia los aromas de todo lo que ofrecemos, de todo lo que le agradaba en vida, alimentos y bebidas. Permanece con nosotros la noche del velorio y por la madrugada, en el camino al panteón, se les puede ver llevando en las manos el espíritu de todas las cosas que les pusimos”.
Nada de eso es cierto, insistió el descreído y añadió, “Mi madre ya está muerta y no hay quien la pueda sacar de su tumba, así que, nomás por no dejar, voy a hervir una calabaza y la pondré en la mesa de las santas imágenes, frente a su retrato. No tengo dinero y que se conforme con eso. Si es que viene”, remató.
Sin embargo, el roedor gusano de la curiosidad pudo más que su supuesta cordura. Hizo la hervidumbre que había prometido y se fue a apostar a las afueras de la ciudad, encaramándose a un guanacastle tan enorme que Víctor Chirinos podría sacar de él no menos de doscientos tablones.
Cuando el sueño estaba a punto de vencerle alcanzó a mirar una numerosa procesión. No obstante, se dijo a sí mismo que seguramente era un grupo trasnochado saliendo de un velorio. Pero comenzó a reconocer, uno por uno, a los difuntos desfilando ante el arbolón aquel. Cada uno llevaba consigo viandas, panes, frutos olorosos y en su rostro la expresión del buen ánimo. Atrás divisó una figura irreconocible, con un bulto aprisionado entre las manos, que poco a poco fue develando su conocencia: El bulto era una calabaza hervida; la figura, era su madre.